domingo, 22 de marzo de 2020

                  Una cerveza en Saint Cloud


Cerca de la ciudad de Kissimmee, está el pueblo de Saint Cloud, fundado por soldados del Ejército del Sur al final de la guerra civil norteamericana, eso hace que no sea casual que en casi todas sus casas ondee como una símbolo de lealtad a ese pasado la bandera confederada, señal de todo lo que allá existe: Racismo, cultura supremacista Redneck y abundantes whitetrash´s, anglos pobres que bajan de sus carros con su prole descalza y se atiborran de comida chatarra en las tiendas de baratijas de todo a dólar.

La vía es muy transitada por grupos de motorizados que cuando no están acelerando sus Harley´s  en la carretera, descuentan largas raciones al tiempo estacionados en un bar que está en una encrucijada frente al Fleat Market armado como un campamento de tinglados y construcciones efímeras. El bar invita con sus avisos con letras de neón, es una cabaña de madera enclavada en medio de la nada, con una bandera de los Marines junto a la confederada, señal del culto militarista, de gente poco tolerante, no exenta de la camorra y donde negros y latinos no son bienvenidos.

En pleno verano, con el sol derritiendo el asfalto, nuestro mayor deseo era una cerveza bien fría, y esa cabaña era toda una tentación. Aquél verano pasé cada sábado frente a ella, porque mi esposa, Gloria, trabajaba los fines de semana en el Fleat Markett, en el bazar-tienda de Paul, un  gringo buena gente y bonachón que a lo largo de cinco locales, vendía artículos para coleccionistas y husmeadores de  las más extrañas vanidades.

Gloria salía a las 3pm, pero atraído por ese ambiente de feria y su peregrinación humana, yo llegaba antes del mediodía para caminar de arriba a abajo, como un viandante extasiado de aquél decimonónico y casi laberíntico campamento lúdico.

Un día llegué a un puesto de comida con mesas regadas en un amplio pasillo, donde vendían muslos de pavos con gigantescas papas rellenas de carne y queso fundido, al frente tenía una tarima donde alguna que otra vez vi a un solitario cantante, sin público, entonar lánguidas canciones con inmensa carga de melancolía, por mucho tiempo sólo vi esa estampa de sólido aburrimiento, que sólo sobrevolaban las moscas, pero ni rastros de cerveza porque según explicó su dueño, un gigantón de Alabama, la nevera llevaba semanas descompuesta.

Acostumbrado a verme cada sábado pasar frente a su local, el  gigantón, quien ya me decía “buddy” (pana, compinche), un día me anunció que el siguiente fin de semana tendría cerveza y música de una banda que calificó como "unos muchachos que tocan excelente".

Ocupado por un trabajo temporal, no fui el siguiente sábado sino, después de un par de semanas, caminaba y como a cien metros del local ya se sentía el ambiente de juerga que rodeaba aquél recinto. A medida que te adentrabas en el espacio del local, el sonido de las guitarras y la batería marcando el tiempo musical que crecía desalojando el murmullo de los pasillos, iba alentándolo todo con sus melodías festivas. En la tarima vi a un grupo de músicos, eran los muchachos con barba y cabello entrecano de "buddy", quienes con un acento sureño depurado, calmos y distantes, tocaban los primeros acordes de una notable versión de la canción “The Sultan´s Swing”, del grupo Dire Straits, cuya voz líder y primera guitarra Mark Knopfler, es uno de mis imprescindibles, eso le imprimió mayor tono de fantasía a la tarde.

Al verme el gigantón “buddy”, con una sonrisa que podía enmarcarse en un gran aviso de la carretera, me alargó una helada lata blanca de Budwiser,  una cerveza “lager bohemia”, de casi uno litro, “está va por la casa”, me dijo. Esa cerveza –pese a que ya había tomado algunas desde mi llegada a Estados Unidos-, fue la primera que me tomé allá con total plenitud, la disfrute como un beso de la abundancia, paso a paso, desde que bajó por mi  paladar con su amasijo burbujeante, hasta sorberla toda como si fuese la metáfora de un cuerpo enamorado.

Esa tarde frente a aquella tarima, entre el olor extravagante de cerveza agria, regada por el piso, a carne ahumada de pavo asado y hotdogs, escuchando esa mixtura de voces y sus acordes de guitarra, sellé una breve felicidad de mis años vividos en Kissimmee, tiempo en que no me leí un solo libro, pero peregriné hacia otra forma de felicidad.  Años después me enteré de que el viejo Paul había muerto, y que el Fleat Market, como todo carrusel de fantasías desapareció de la noche a la mañana, arrasado por un tornado.

Douglas Gonzalez

 "Cronica Urgente" - DIARIO LA CALLE

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