lunes, 23 de marzo de 2020


                       Escena de Manhattan


Rosa no supo cuando su mente regresó a los pensamientos de los primeros días, siempre lo hacía como un acto reflejo de su pesimismo, y pensó que le llevaría tiempo adaptarse a la inmensa Babel de hierro, a la vertiginosa velocidad que reflejaban todas sus cosas, en la más empinada y cenicienta ciudad del mundo.

Pero el asunto es que llevaba un mes en eso de terminar de aterrizar y adaptarse, ya se le acababa el dinero, pese a que había llamado a medio mundo en Venezuela, a todos los que sabía podían tener contactos para que le ayudaran a conseguir un empleo. Ofertas había tenido muchas, hasta de sobra, pero siempre que había salido a las entrevistas, se quedaba petrificada, inmóvil en medio de la nada.

Después era sacudida por ese torrente sanguíneo que la movía de un tirón y ponía a sus pies a dar marcha atrás, en la  dirección de reversa, la unica direccion en que eran capaces de moverse, su indetenible huida. Llegaba al  hotel con la sensación de haber sido molida a palos, de haber sido perseguida por todas las miradas que sentía iban tras ella, como agarradas de su cuerpo, guindadas de su sombra.

En esos minutos de su escapatoria, rehusaba incluso mirar los rostros de los que se iba encontrando de frente, porque les veía una mirada de burla por su fuga, avusandola de no haberlo logrado una vez más. Rosa creía que eran capaces de auscultar su fracaso, de identificarlo como si ella tuviera una señal tatuada en su frente.

Las 7:55 de la mañana en la metrópoli que nunca duerme puede parecerse a la hora pico de cualquier ciudad del mundo, por eso Rosa tomó como una buena señal que en ese momento la avenida hubiera hecho una pausa en el flujo de personas, estaba casi solitaria, con poca gente.

Caminó hacia el lado más desierto de la acera, ya se disponía a cruzar, cuando miró sobre el horizonte y reparó en algo más que la sobresaltó y llenó de espanto, al ver las cientos de ventanas que bailaban proyectadas al cielo, sobre su cabeza, y que parecían asaltarla desde lo alto.

Sintió temor porque detrás de cada una de ellas sintió que la miraban como un bicho raro y se burlaban de su torpe caminar tercermundista que no era el desatendido y aislado estilo neoyorquino. Sintió que podían ver su no pertenencia, como que estaba allí de contrabando. Rosa miró de reojo su figura reflejada en una vidriera, y  pese a que llevaba el  cabello pintado de rubio platinado y su piel era blanca, se veía desencajar, tenía desactivado su mapa de la viveza colectiva, su auxiliar de navegación.

Mientras caminaba no dejaba de pensar en las decenas de ojos colgados detrás de los ventanales observándola, que  dejaban resbalar sus miradas desde arriba como agujetas invisibles, como los rayos del sol a esa hora de la  mañana. Razones suficientes para que ella, que pensaba que la mala suerte era como su sombra, lo tomara como un mal presagio.

Ella, que se esforzaba por borrar con el maquillaje de las apariencias cualquier rastro vulgar de su naturaleza humana, en ese momento se sentía desnuda, al descubierto.

Trató de no alojar en su mente pensamientos que no estuvieran en sintonía con la postmoderna y sacra doctrina de la Nueva Era. Pero recordo que ese día despertó con la boca amarga, y una acelerada palpitación entre el corazón y el estómago, este ultimo no dejaba de ladrar como un perro encadenado, al mismo tiempo lo sentía  como un saco vacío que alguien exprimía amarrado a su espinazo, presintió que algo no andaría bien. A esa hora, sabia de antemano que algo no saldría bien.

No debí salir, recordó en ese momento, paralizada, a tan solo un par de blocks del hotel, sostenida a la acera, por una fuerza de atracción que no le dejaba dar un solo paso, porque sentía que una vez más su cuerpo cruzaría el umbral del hambre en pleno corazón de Manhattan.

Douglas Gonzalez

Cronica Urgente / Diario La Calle

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