lunes, 23 de marzo de 2020


                  Locura por las pantaletas usadas


El primer ministro japonés Shizo Abe atravesó las puertas del salón principal, en la antesala lo esperaban, los ministros de Salud, Interior y Justicia convocados a esa hora de emergencia para tratar un asunto de seguridad nacional.

Eran las 7:30 de la noche del lunes 27 de enero, cualquier persona que hubiera pasado frente a esa residencia, conocida como Kantei, vería los ventanales iluminados al igual que todos los días, hasta las 10:00pm. Jamás habría sospechado que allí dentro se discutía el destino del segundo mayor placer sexual japonés luego de la cópula, la “burusera”, el oler pantaletas usadas,  y que implicaba destruir casi trecientos mil sobres presurizados con estas prendas adquiridas en China, para atender la demanda del negocio fetichista: un millón y algo compradas a jóvenes japonesas, quinientas mil que se calculaban estaban en tránsito de ser entregadas a sus destinatarios, además de otras setecientos mil en máquinas dispensadoras localizadas en las principales ciudades del país.

La “burusera” es la química del deseo, una práctica del fetiche. Desde hace décadas las jóvenes se han dedicado a vender sus bloomers usados. Su precio va desde 7 a 24 dólares dependiendo del tiempo de uso de la pantaleta.

Sus principales compradores son hombres de negocios y profesionales. Existe un protocolo para certificar el valor de la prenda. Las sudadas con dos días de uso, logran el precio mínimo, las más costosas suelen ser las usadas por una semana. La interesada en venderla  debe acudir a un agente autorizado, con la braga puesta y quitársela en una especie de probador bajo la mirada de una supervisora, además debe entregarla acompañada de una foto suya.

Existen otros valores agregados que pueden incrementar su valor, si tiene restos de menstruo, flujo o heces; el cliente también puede obtener un pequeño tubo de cristal con orina de su propietaria.

La práctica de la burusera comenzó como una entrega amorosa de una prenda de la novia a su prometido, pero el corte tradicional y rígido de la sociedad japonesa potenció la burusera a un comercio que mueve millones de dólares al año. Es tal la demanda que las damas de las familias japonesas son totalmente herméticas y celosas con sus prendas íntimas, está reprobado socialmente colgarlas con el resto de la ropa lavada.

Existen bandas delictivas que se dedican a robarle las pantaletas a las jóvenes colegialas para venderlas en el mercado negro.

 El Primer Ministro quedó a solas pensando en las advertencias de los otros tres miembros del gabinete: prohibir la burusera pondría en riesgo la economía, provocaría un desequilibrio psicológico en millones de japoneses, se incrementarían los delitos sexuales y las violaciones, y se elevaría la tasa de suicidios por esa transitoria infelicidad.

A esa hora todo Japón se disponía dormir, menos el primer ministro quien   desvelado hasta la medianoche abrió la caja fuerte, sacó una pantaleta amarilla envuelta en papel celofán y la quemó en el incinerador, mientras la otra mitad del mundo apenas amanecía bajo la sombra del coronavirus.

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